“Adorable puente se ha creado entre los dos. Cruza al amor. Yo cruzare los dedos… Y, gracias por venir.” 

 -PUENTE, Gustavo Cerati, Bocanada”

***


Sucedió un sábado, no recuerdo en qué mes, yo me había ido a beber unas cuantas cervezas a El Candamo, —bar que me encantaba sin razón alguna— para que con la cabeza adormecida por el alcohol encuentre algo de poesía en mi vida colmada por la desidia. Me había bebido no sé cuántas botellas; me levanté tambaleándome a pagar la cuenta cuando me fijé en la mesa que estaba cerca de la puerta del bar. Era una muchacha menuda, bebía sola, tal vez vino o sangría, con las piernas cruzadas y mirándose las uñas despreocupadamente. Llevaba una chompa verde delgada y una falda del mismo color que dejaba ver sus largas piernas. Las dos cosas en las que inevitablemente me fijo en una mujer son (por el lado virgen y sin malicia) los ojos y (por el lado artísticamente erótico) las piernas. Cuando me fijé en las piernas de la muchacha menuda, blancas y de aspecto suave, la creí extremadamente atractiva. Pagué y me aproximé a la puerta, rocé la mesa de la muchacha, ella me miró y pude ver sus ojos. No, debía ser una broma. Se quedó mirándome y yo a ella. Sí, era una broma o eran los efectos del alcohol. Bajó la mirada y siguió viendo sus uñas. ¿Era ella? No, de seguro estaba alucinando. O era una broma o el alcohol, no sé, pero no era ella, no podía ser ella, después de tres años sin saber nada de ella y encontrarla en un lugar como ese era inconcebible. Salí despavorido. Cuando ya tenía un pie afuera y cerraba la puerta del bar, me miró desde su mesa por última vez y pude notar una pequeña sonrisa en sus labios. Sí, era ella. Los mismos ojos, las piernas suaves, la manera coqueta de sonreír. No podía ser otra mujer. Volví a mi departamento en Lince caminando, para que el efecto del alcohol pueda calmarse y todavía sin creer que había vuelto a ver a K. Arévalo después de que ella haya desaparecido sin decir nada, al menos sin decirme nada a mí. Llegué, me pegué una ducha de agua helada, y me puse a dormir como nunca. Entre esos severos mundos del sueño y la inconciencia creí verla, sentada en el bar, sonriendo y mirándome con esos ojos grandes, burlándose de mi excesiva timidez por no acercarme a ella.

***

A la mañana siguiente, cuando desayunaba mi invariable menú matutino (dos vasos de leche y un cigarrillo) ya no sabía si lo de la noche anterior —ver a K. sentada en el Candamo después de unos años considerables— sucedió en realidad o fue un mero efecto del alcohol. Iba a salir a caminar un poco, respirar el aire tibio y gozar la atmósfera tranquila que tiene el Campo de Marte los domingos por la mañana. Cuando me embutía en la camisa, mi celular empezó a gritar, vi en la vulgar pantalla de quién se trataba y sentí una inexplicable sensación de nervios. Mi celular no registraba el número, pero aun así contesté, uno nunca sabe cuándo va a suceder una emergencia, y sí, esta llamada era una emergencia que debió ocurrir hace años.

—Bueno, intelectual, hola —susurraron del otro lado.

Ahora bien, la que llamaba era obviamente K., por la forma en la que me llamó intelectual alargando la última sílaba y por la voz coqueta. No sabía cómo consiguió mi número de mi celular pero no se lo pregunté, así como tampoco le pregunté qué hacía ella anoche en el bar Candamo, porque después de esta llamada era obvio que, efectivamente, las casualidades inexistentes me habían topado otra vez con K. Arévalo . Quise parecer frío y como si no me importara, cosa que no conseguí.

—Qué sorpresa, K. Hola.

—Jugaste conmigo, oye —su voz no había cambiado nada—. ¿Por qué no te acercaste anoche?

—No jugué contigo. Pensé que esperabas a alguien, no quise molestar. De hecho, ahora mismo siento que no debería hablar contigo —le dije con el corazón en la garganta.

—Esto es simple: si quieres puedes cortar ahora mismo —dijo siempre con el mismo tono de no saber si era en broma o era en serio.

—Siempre tú tan agresiva, no has cambiado nada, chica luciérnaga, ¿recuerdas que te llamaba así? Lo que yo quería decir era que te voy a hablar, estaremos en contacto y luego de la nada, habrás desaparecido sin dejar rastro. Al menos sin dejar rastro para mí. Como sucedió hace tres años.

—Entonces trataré de no desaparecer para ti, intelectual.

—Ese “trataré” me llena de pánico. ¿Entonces no es seguro? No juegues con eso. Me vas a matar de un infarto. ¿Te encanta hacerme sufrir, no?

—Yo no tengo la culpa de que alguien aquí sea tan masoquista —dijo antes de lanzar una pequeña risita.

—Y por lo gran masoquista que soy, quiero verte uno de estos días, asumiendo el riesgo de que vas a desaparecer y te voy a extrañar un montón. —¿Entonces, mi querido intelectual, cuándo te veo?

—Por mí, esta misma tarde.

—Bien, esta misma tarde, en el Café Café, a las 4:30. ¿Tú crees?

—Sí, chica luciérnaga, hasta en la tarde, entonces —le dije y corté la llamada.

Cuando terminamos de hablar las manos me temblaban, había tratado de parecer natural en la llamada pero dentro mío sentía una especie de demonio que se burlaba de mí por ser tan tímido y sin gracia. Hace tres años estuve enamorado de ella, salíamos ya ocho meses y cuando estábamos en lo mejor de la relación se le ocurrió desaparecer, la tierra la había tragado. Aun así K. había vuelto a aparecer. Aun así la vería esta tarde. Aun así podría tomar su mano y la besaría otra vez después de mucho tiempo. Planché mi mejor camisa; decidí que esta era una ocasión en donde no podría usar mis amados bluejeans, así que salí disparado al mall más cercano a comprarme un pantalón decente; con los zapatos no había problema, tenía unos mocasines nuevos que se veían agradables. Tenía todo listo para volver a ver a mi chica luciérnaga. Toda esa mañana no pensé en otra cosa más que en verla. Ni siquiera almorcé. Estaba tan emocionado de volver a tenerla, a pesar de que sabía que en algún momento iba a desaparecer.

***

Miraflores los domingos por la tarde es el lugar exacto en donde uno puede gozar de su tristeza, exprimiendo la dulzura de sus penas, gozando estar deprimido. A pesar de los turistas, de los colores de los parques, del olor placentero a mar, de los cafés tan alegres que hay en ese distrito, no he encontrado mejor lugar en Lima que ese para sentir la poesía de la melancolía. A menudo me iba a caminar todos los domingos por esas calles en donde sentía paz y en donde uno podía leer tranquilamente algún poema del Siglo de Oro español frente al mar. Pero ese domingo no fue así, me sentía infinitamente alegre. Recién allí comprendí (al menos por ese día) la alegría de ese distrito. El Café Café era un local bastante acogedor de mesas de madera rústica que se ubicaba en la calle José Olaya, frente al pasaje Champagnat, que unía esta calle con el parque central de Miraflores, el parque Kennedy. K. me vería en ese café. Llegué media hora antes, con muchos nervios pero muy contento de volver a verla. Había pedido un té negro para esperarla. Pasó una hora y creí que no vendría, me levantaba de la mesa totalmente destrozado y con muchas ganas de beberme una botella de ron, cuando apareció por la puerta del Café Café, contorneándose. Tenía el cabello suelto, en el cuello llevaba un collar dorado que terminaba en una luna; en las muñecas, pulseras del mismo tipo y unos pendientes también con forma de luna en las orejas. Esta vez vestía una blusa negra muy pegada al cuerpo que invitaba a imaginarme sus pequeños pechos, una falda también negra parecida a la de la noche anterior, y unos zapatos de taco dorados como el collar y los demás adornos que lucía su cuerpo. Siempre me había parecido linda su peculiar manera de vestirse y combinar su ropa, un motivo más para quererla, pues he visto en pocas chicas esa dedicación religiosa con la ropa que una usa. La noté muy elegante. Se sentó frente mío y sin saludar me rogó que le disculpara la tardanza, que me iba a recompensar quedándose mucho tiempo conmigo y que quería un café expresso, por favor. Siempre había alucinado una tarde así con ella desde que desapareció, una tarde en donde charlaríamos de todo, frente a frente, a veces cogiéndole la mano, a veces besándola, a veces acariciando su cintura, a veces admirando sus piernas blancas y suaves. Y esa tarde, estaba sucediendo. Era muy linda su manera de hablar, siempre tenía tema de conversación, esa tarde, por ejemplo, hablábamos de la fotografía. Arte que a ella le encantaba y de la que yo era un analfabeto. Cuando se acabó su café y yo mi té, pedí una botella de vino, y ella preguntó si celebrábamos algo, si era necesario el vino. Y yo le dije que sí, que íbamos a brindar por nuestro rencuentro, en ese momento ella me regaló su sonrisa tan coqueta. Quise preguntarle por qué había desaparecido, qué había sido de ella en esos tres largos años, pero evité molestarla. La noche ya había caído en Lima y Miraflores se había hecho más atractiva y más melancólica que de costumbre. Entre copas de vino, la besaba y me acercaba a su oreja y le decía que la quería y que siempre estaría endeudado con ella por haber aceptado pasar esa tarde conmigo. Cuando dije eso, ella me miró con esos ojos claros y especiales que me traían loco, y poniéndose seria me preguntó: “¿Solo la tarde, intelectual?” Yo sabía lo que quería decir, entonces le pedí que al terminar la botella de vino, nos podríamos ir a mi departamento, “aunque Lince para ti es un distrito feo, ¿no, chica luciérnaga?” “No, intelectual, vamos, te debo recompensar por haber llegado tarde y por no haberte llamado en tanto tiempo”.

Después de la media noche, en mi departamento, después de haberme acostado con ella y haber dormido media hora juntos, me pidió que nos vistiéramos, que la acurruque y le diga cosas lindas mientras escuchábamos música. Esa idea me pareció extraordinaria, acepté encantado. Yo estaba acostumbrado a que K. me hiciera todo el daño del mundo y que no sea mía, pero a veces era tan tierna como una niña. No hubo mejor ocasión para poner en mi reproductor de música un disco de Cerati —Bocanada— en donde el sencillo que más me gustaba era “Puente”; la letra era exacta para esa noche y para ella misma. Era una manera de reflejar todo lo que yo sentía por ella, mientras la acurrucaba le tarareaba y cantaba partes de la canción. Aproveché que no hablábamos de nada importante y le pregunté si salía con alguien, me dijo que no, que lo suyo ahora era su carrera en la universidad y la fotografía. “Pero tú sí, ¿no, picarón? Estás enamoradísimo. ¿Por qué no salimos un día de cuatro? Tú con ella y yo traigo a algún amigo, ¿qué dices?” Cuando dijo eso me entró una rabia tremenda, pues no lo decía en serio, lo decía para provocarme un sentimiento de culpa por salir con alguien y sin embargo estar con ella esa noche. Le di unos golpecitos en la pierna por decir semejante estupidez y ella como disculpándose me rosaba el cuello con sus labios. La tenía conmigo, ella sentada encima de mí y yo rodeaba su cintura. Desde la cama, alargó el brazo para coger mis gafas y mi boina que había dejado en mi escritorio: empezó a imitarme y a hacer una parodia sobre mí. Con las gafas y la boina puestas dijo: “Soy H. Soy un intelectual de pacotilla porque no sé nada de del arte fotográfico. Soy medio chic. Temo enamorarme. Soy muy celoso. Todavía uso máquinas de escribir habiendo tanta tecnología en el mundo y todavía escucho música en discos de, de ¿cómo se llama?, ah sí, discos de vinilo; o sea que soy hípster. Y soy una bomba de tiempo que un día va a explotar.” Entre todas esas burlas, lo último que dijo me sorprendió. “¿Una bomba de tiempo, chica luciérnaga?” “Sí, H., eres mi bomba de tiempo que un día va a explotar.” La besé largamente y comencé a acariciar sus piernas. Hicimos el amor por segunda vez en esa noche.

El lunes por la mañana, ella despertó junto a mí y me pidió que hiciéramos el desayuno juntos. Le dije que no tenía ningún ingrediente para preparar algo y además le recordé que tenía que irse a casa rápido, pues su madre no tardaría en llegar a Lima desde Chiclayo y tendría que encontrar a K. en casa. Me besó en el cachete y me pidió que le prometiera que la próxima vez sí haríamos el desayuno. Ella consideró una “próxima vez”. Emocionado le conteste: “Lo haremos si esta vez no vuelves a desparecer”. La dejé en un taxi que la llevaría hasta La Molina, le dije que me llame al llegar. Cosa que nunca sucedió. La llamé después de tres horas al número en doned me había llamado en la mañana y el celular se mantuvo apagado. Volví a llamarla ya por la noche, y su celular todavía seguía apagado. Quise dejarle un mensaje en alguna cuenta de redes sociales pero ella nunca simpatizó con esas cosas. Quise ir a su casa en La Molina pero nunca supe su dirección exacta. No había modo de contactarla. Esa noche no pude dormir. Tenía miedo de que le haya pasado algo. Pero más miedo tenía de que ella haya desaparecido otra vez sin dejar rastro, al menos para mí.

***

Una semana después de haber visto a K., me resigné a que no habría modo de encontrarla: su celular seguía apagado y no había ninguna señal suya de haberme buscado. Bueno, lo acepté, K. me había vuelto a destrozar el alma. Ese día se cumplía una semana exacta de haberla visto en el Candamo, pues era sábado, así que creí que una manera de hacer homenaje y ceremonia a mi pena y a ella misma era volviendo al bar. No quise ir solo, llamé a El Gordo y a Riquelme, dos compañeros de parranda que nunca consideré mis amigos, los veía en raras ocasiones. Ellos me esperarían ya en el bar en media hora. Los encontré en una mesa del fondo, ya habían pedido tres botellas de cerveza y comían butifarras. Me senté junto a ellos y empezamos a brindar por todo y por nada. Entre esas conversaciones de bar y alcohol, salió como tema de charla uno de los que a mí me gustaba hablar: el suicidio. Mis dos compañeros exponían sus opiniones sobre este tema haciendo ejemplos y pareciendo eruditos en el caso. También lo hacía yo, comparábamos casos y nos desafiábamos entre nosotros. Hasta que Riquelme muy concentrado dijo:

—O sino miren el caso de K. Arévalo, se suicidó y nadie sabe los motivos del porqué lo hizo. Putamadre, si esa flaca era recontra alegre. Tenía a sus padres vivos, en la universidad le iba regio y era muy linda, o sea que podía conseguir un buen partido en cualquier momento. No había motivos, hermano.

—Riquelme tiene razón. Por ejemplo, mira ese caso. No siempre hay que tener motivos visibles para suicidarse —dijo El Gordo apoyando a Riquelme.

Había comenzado a temblar y a sudar frío. Mis manos estaban húmedas y no podía sostener mi vaso de cerveza. ¿K. se había suicidado? No, idiotas, si yo mismo había salido con ella hace una semana y se veía tan feliz. ¿O lo había hecho entre esos días en los que su celular se mantuvo apagado? No, eso no podía ser real. Imposible. Se estaban confundiendo de persona.

—¿Qué pasa, hermano? ¿Estás bien? ¿Por qué tiemblas, huevón? ¿Te has metido pasta?— me preguntó El Gordo asustado.

—Deja esa huevada, viejo. La pasta es mala. Al menos la que se vende ahora es muy mala —dijo Riquelme palmeándome la espalda.

—No me metí nada, carajo. Es el trago, nada más. Y porque hace un montón de frío. No es nada.

Traté de tranquilizarme, respirar profundo y no parecer asustado. Fui al baño, me mojé la cara y regresé a la mesa, traté de sonreír y les dije que mejor sigamos conversando, que se estaban confundiendo de persona, pues K. Arévalo no se había suicidado.

—Que sí lo hizo, viejo. No seas terco. Nunca la conocimos mucho pero sus amigos cercanos no dejaban de hablar de eso ni de llorarla —dijo Riquelme chupando un cigarrillo.

—Felizmente ya pasó, ya hasta sus viejos no tienen mucha pena por K., aunque siempre van cada domingo a visitarla —dijo El Gordo mirando al vacío. Comencé a sudar más y a tener unas ganas irremediables de orinar. —¿O sea que ya pasó hace mucho? – me atreví a preguntar.

—Tú vives en la luna, hermano. Claro que ya fue hace mucho. K. se suicidó hace ya tres años. Ya hace tiempo que está finadita—dijo El Gordo vaciando el vaso de cerveza de un trago.



A ese fantasma inexistente que venía

todas las noches a mi cama a jalarme

de los pies y a recriminarme de que

nunca le había escrito nada. Bueno,

ya exorcisé nuestra historia, ya te

inmortalicé (si se puede inmortalizar

a un fantasma).Y gracias por venir.